Por eso venero al llano,
tierra bendita, porque ha sido inigualable.
Donde se miran a diario
bellezas incomparables.
Sus hombres son caballeros,
Y sus mujeres amables,
infinito campo abierto de valor incalculable.
(Lorgio Rodríguez)
Sublime, es la palabra que mejor describe aquella combinación entre paisaje y gente, entre «naturaleza» y «cultura» que se vive en el Vichada. Sublime es la expresión de la conexión de estas dimensiones de tal manera que no se pueden ni siquiera entender por separado. En una noche estrellada, acostado en la tierra, casi desnudo de cuerpo y alma, escuchando a «Morao» entonar un paseo sabanero, cuatro en mano, se me figuró que en aquel instante todo lo comprendía. Como si las constelaciones se armaran, trazando líneas entre sus estrellas y las luciérnagas que humildemente las imitaban desde la tierra. Por un instante, como cuando en la moto detrás de Merardo, el «capitán piapoco», mientras viajaba acaso escabulléndome por la llanura, comprendí silenciosamente todas las cosas de la vida. No era necesario expresarlo: era la sensación de la certeza, esa terrible sensación que te lanza como un arco su flecha, hacia la certidumbre de que si es necesario, es posible.
Oscar, hijo de Orlando, hace flechas, caza lagartos, pesca en el río y baja mangos de los árboles. Don Eladio, el viejo sabio, baila y conmina a la gente a la acción, en su propia lengua sikuani. Al tiempo, como en un contrapunto, los pájaros, quién sabe cuántos y de qué especies, familias, colores y tonos, se lanzan al cielo desde la copa de los árboles como entendiéndonos, como diciéndonos que sí; también preguntándonos y llamándonos a volar con ellos. Muchos de estos pájaros nos guían hasta el caño más cercano, el cual se encuentra en cualquier dirección. El sol es testigo de la caminata atravesando el bajo seco por el verano, mientas las aguas del caño nos esperan, quietas, cristalinas, en suspenso mientras nos podemos ver en ellas, a través de ellas, dentro y fuera.
Con el paso de los días, entendimos que era mejor ir descalzos. Que el contacto con la tierra, que había empezado poniendo la cabeza en esas tierras, tenía que proseguir poniendo los pies. El corazón y la cabeza se quedaron, y nos persiguen los pies en la ciudad, añorando volver a encontrarse con el corazón y la cabeza. Nuestra anatomía disuelta por la geografía distante, clama volver a unirse. Anoche por ejemplo, soñé que estaba en Bogotá y me desperté asustado. Me bajé del chinchorro, atravesé la llanura, puse pie en tierra y contemplé el horizonte preparándose para la salida del sol. Me tranquilicé al pensar que los otros pies estarían en Bogotá preparando todo para volver a despertarse en el Vichada junto con sus hermanos gemelos, sabiéndome como desdoblado, viéndome resistir a lo lejos el humo, el ruido y el asfalto.
En la cocina hay movimiento desde las 3 de la mañana. Un grupo de mujeres alistan todo, a oscuras, como en el demiurgo del llano, haciendo posible con el alimento que el resto de cosas sucedan. Los niños corren, con la mirada abierta y atenta, a buscar un árbol, un pájaro o algún pretexto para avisarnos que ya llegaron. En el cielo, la luna en otrora roja y eclipsada, se resiste a partir. Los dos astros concurren en un mismo cielo, y el viento sopla dejando en el aliento la sensación del presagio. Un gavilán dibuja en el firmamento un signo irrefutable, que todos entendemos, incluso sin saberlo: vinimos para quedarnos.
Gregorio, Fabiola y Mery, tejen sin saberlo, pensamientos interpuestos, como anticipándose cada uno a su compañero, tal vez haciéndose la pregunta de por qué están allá e importándoles un pepino cualquier respuesta. Están. Estamos. Estaremos. Daniel hace llamadas debajo de un árbol, porque es «donde llega señal» y el resto inocente ignora tamaña metáfora. Alejandra mira y ríe, camina bajo la lluvia, se sube al árbol y se agacha a tocar la tierra, como a darle la mano. Sergio, poncho al hombro, cuchillo al cinto, sale a caminar, y se sabe que llora por dentro de la alegría y el reto. Diego se sorprende y a veces no sale del asombro y se siente conducido por una fuerza que le anula cualquier asomo de raciocinio.
Mario y Magola se despiden preguntándose por la necesidad de la partida, figurándose no un regreso sino anulando para siempre la posibilidad de una despedida. Así es el llano, el flujo constante de múltiples certezas aguardando un comienzo. En la sabana de innumerables verdes, se dibujan líneas sucesivas que dan profundidad a la mirada, y allá, a lo lejos, al final de todo, se descubre como en un espejo un nosotros. Sabemos, y el saberlo nos aterra. No es que no creamos, es que cuesta fijarlo, es que todo parece un sueño que nos despista, pues no sabemos ya en qué parte vamos del recorrido, pues seguimos andando.
Cuando a uno lo abraza aquella sensación de certeza, que otras veces se revela bajo el nombre de esperanza, o de paciencia, o de lucha, ya no hay vuelta atrás. Se ven llegar los obstáculos en la forma de escalones que nos ayudan a subir y es lo que nos permite ir dibujando sonrisas sinceras en medio de las dificultades. El llano es la metáfora perfecta que hoy nos escogió para realizarse.