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Tejer saberes, sembrar futuro: Reflexiones de un diplomado transformador

Por: Álvaro Hernández Bello

Durante las intensas jornadas del diplomado realizado en Yopal, los espacios de evaluación nocturna permitieron al equipo formador mirar con detenimiento el proceso que se venía gestando. Más que un simple ejercicio logístico o académico, estas evaluaciones fueron momentos de introspección colectiva, donde se entrelazaron las voces, los gestos, los silencios y las intuiciones de quienes acompañamos la formación. Se trató de una experiencia integral que movilizó conocimientos, afectos, memorias y esperanzas.

Desde el inicio, quedó claro que estábamos ante un grupo diverso, joven, y profundamente comprometido. Muchos de los y las participantes no vivieron directamente la violencia armada que marcó generaciones anteriores en sus territorios, y esto imprimió una energía distinta: una mayor apertura al diálogo, una actitud más lúdica y fraterna, un deseo genuino de aprender. La cohesión grupal emergió rápidamente, aun entre personas de resguardos distintos, revelando que el sentido de comunidad puede florecer incluso en contextos nuevos cuando hay respeto, hospitalidad y escucha.

Uno de los procesos más conmovedores fue la transformación del vínculo con el conocimiento. Jóvenes que al inicio se mostraban reservados, callados o incluso inseguros, fueron encontrando espacios para expresar sus ideas, compartir sus experiencias y asumir roles protagónicos. La dramatización, la escritura de cartas, la construcción simbólica de la casa y el noticiero ecológico funcionaron como potentes detonantes de expresión. Estas actividades, lejos de ser meramente recreativas, abrieron canales para resignificar el dolor, reconocer las trayectorias de vida y fortalecer la identidad.

El carácter intercultural del diplomado no fue un componente aislado, sino un tejido que atravesó toda la experiencia. Prácticas como el rezo del pescado, el Jalekuma o los momentos de armonización revelaron la importancia de los saberes ancestrales, no como adorno folclórico, sino como marcos epistemológicos legítimos. La educación, en este sentido, fue vivida más como armonización que como instrucción, y esto permitió revalorizar los vínculos espirituales, la corporalidad, el tiempo cíclico y el rol organizador de la mujer indígena.

Las metodologías empleadas apostaron por el cuerpo, el arte, la palabra y la experiencia. Estas estrategias resultaron claves para incluir a quienes no se sienten cómodos en escenarios expositivos convencionales. Sin embargo, también se evidenciaron retos. En visitas como la de la planta agroindustrial, la desconexión entre el lenguaje técnico y la realidad de los participantes generó tensiones. No se aprovechó adecuadamente el conocimiento previo del grupo, ni se logró construir un diálogo horizontal con los expositores externos. Esto nos obligó a repensar la preparación de esos espacios, asegurando la coherencia cultural y el respeto mutuo.

De manera similar, surgieron cuestionamientos sobre la exposición a tecnologías y modelos productivos intensivos que pueden resultar ajenos o incluso amenazantes para los modos de vida tradicionales. Estos momentos de fricción son valiosos porque permiten pensar críticamente los modelos de desarrollo que se impulsan en los territorios, y abren posibilidades para una deliberación colectiva sobre el futuro.

Los aspectos logísticos tampoco fueron menores. La falta de papel higiénico o la necesidad de recordar tareas de limpieza como recoger vasos no son detalles insignificantes. Hablan de las condiciones materiales necesarias para que la dignidad, el bienestar y el cuidado sean parte del proceso educativo. Formar implica también garantizar ambientes habitables, donde el respeto se exprese en lo concreto.

Con el correr de los días, se hizo palpable que este diplomado no podía reducirse a una capacitación técnica. Fue, ante todo, un proceso de sanación, de reencuentro, de siembra. A través de los rituales, las cartas, los abrazos, los cantos y las palabras compartidas, se fue tejiendo un espacio donde la educación aconteció con toda su potencia transformadora. Donde se sembró tanto en la cabeza como en el corazón, como lo expresó uno de los facilitadores.

Las relaciones que allí nacieron no fueron circunstanciales. Se crearon vínculos duraderos, tejidos de confianza que pueden sostener futuros proyectos comunitarios. La educación funcionó como semilla de acción colectiva, como catalizador de liderazgos sensibles y situados. Pero también como acto político, en el mejor sentido de la palabra: como ejercicio de agencia, de conciencia crítica, de lectura del mundo desde el propio lugar.

El equipo pedagógico aprendió profundamente en el proceso. No solo facilitamos: fuimos también testigos y partícipes de una experiencia que nos transformó. Sabemos que cada encuentro con promotores indígenas es una posibilidad de sembrar futuro, de traducir entre mundos, de escuchar otros lenguajes. Y por eso, con humildad y gratitud, seguimos caminando.